miércoles, 13 de noviembre de 2013

Código

Me quedé mirando sus ojos. Los míos estaban vidriosos. Dentro de éstos algo había cambiado; sentí cómo un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Mas, no era el tipo de escalofrío que yo me había imaginado sentir alguna vez de este modo…
Miré hacia el suelo y apreté mi muñeca derecha. Sentí el dolor de los cortes más recientes.
Todo era muy extraño. Muy doloroso. No, no quería que las cosas fueran así. Levanté la mirada, me quedé de nuevo mirándole. Esta vez con rabia, o dolor, o… ¿Qué siento? Siento… siento que soy muy fuerte… pero… no. Me siento muy débil. ¿Por qué?
Mis lágrimas empiezan a caer. Y no puedo parar. Él veía cómo estaba derrumbándome, y tan sólo me miraba. En sus ojos ya no quedaba nada.
Sentía cómo los moratones de mis piernas, de mi estómago y de mis brazos dolían con el mínimo roce de las ropas cuando el viento soplaba. Y yo seguía apretando mís cortes.
No podía seguir ahí de pie; notaba cómo el hambre hacía que sufriera algunos mareos y me costaba mantenerme firme.
La ansiedad, enemiga, presente, quería consumirme. Dejé de apretar mis heridas, cuando recordé que guardaba algo de marihuana en mi mochila. Era un buen momento para aliviar el dolor.
Mis ojos, llorando, miraron a los suyos con todo el dolor que podían reflejar (que no era ni la mitad del que sentía). Me alejé, miré de reojo, y no le veía seguirme. Miraba hacia atrás y no se movía; seguía ahí. Entonces, poco a poco, vi cómo mis ganas de vivir se consumían a la vez, o incluso más rápido, que el porro que me estaba fumando.

No hay comentarios:

Publicar un comentario